Una sucesión de muecas desde el disgusto marcado hasta la perfecta caricatura de la enajenación dibujó su rostro adusto y empeoró el clima de la conversación. La etiqueta no era su fuerte y le habían recomendado largar todo, que no se guarde más nada, que la gastritis, la seborrea, el bruxismo y las erupciones cutáneas lo iban a empeorar todo.
Tampoco quería hurgar mejores argumentos, luchar contra la corriente generalizada de la necedad y el cinismo.
Así que esa mañana, la discusión doméstica desencadenó el desenlace de la versión local de la vieja historia de la emoción violenta.
Salió callado. En un par de horas se encargó del jefe, del que le tocó la bocina en la esquina, de su mujer y del amante, quienes no lo esperaban tan temprano. Correspondía guardarse una bala, pero no decidía entre el insultado cerebro o el engañado corazón. Llamó al precinto más cercano, dejó la puerta abierta y los esperó apuntándolos. Cuando llegaron disparó al más gordo y ellos eligieron por él.