No hacía frío, ni calor, no tenía fiebre, ni había estado enfermo, no había tenido pesadillas, ni tomado pastillas, no había viento norte, no había trasnochado; en fin, no tenía razones para quedarse dormido, pero para quedarse dormido no necesariamente deben buscarse motivos.
Esa mañana, demoró algo más de cincuenta minutos para vestirse y lavarse la cara, los dientes, mear y cebarse el primer mate. De pronto miró penetrante a los ojos de su mujer y le dijo: “Soy la aspereza que se junta entre los recuerdos que compiten por el cómodo rincón que le ofrece tu hemisferio derecho, justo sobre el hueco donde se asienta el cerebelo denunciante de vejámenes y estertores. Soy la costumbre sublevada al anonimato sempiterno al que fue obligada por la falsa antinomia entre el futurismo y la nostalgia. Soy la apatía de saber que de nada vale esperar nada de nadie. Soy el tiempo que se perdió en la infructuosa búsqueda por la virtud.”
Rosita no entendió nada, tampoco el patrón del campo, ni el médico que lo vino a ver esa tarde, ni los amigos de la despensa, ni Jaime Barylko, que tenía una quinta cerca y todos pensaron que se podían entender. Durante los siguientes días, Cristaldo siguió hablando un lúcido, críptico monólogo.
Lo llevaron para observación al pueblo, de ahí a la ciudad, de ahí al hospital escuela de la universidad, de ahí al neuro. Y de ahí no se sale.
...
Algunos dicen que hace tiempo lo intuía, pero nadie pudo asegurar que Cristaldo lo supiera: que gracias a esta extraña jugada de su desvarío genial, la linda Rosita logró liberarse al fin y vivir en pleno su romance con el dueño de la estancia, don Horacio Martínez Azcurra. Fin.
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