Durante más de 25 años, Gustavo Rafael Malvasio fue un vecino respetado de barrio Inaudi. Casado y con cinco hijos, tenía un taller mecánico con el que mantenía a toda la familia. Religiosamente, cerraba en enero para ir a cosquín. Atendía una clientela fija, pero siempre había alguno nuevo, que caía por el boca en boca. Trabajaba a la mañana, cortaba para almorzar y hacer la siesta. No ganaba gran cosa, así que la familia vivía con poco, pero no se metía en nada raro.
Un día, un conocido cayó preguntándole si sabían donde reparaban colchones. Un resorte había roto la tela, había que arreglarlo, nada del otro mundo. Lo miró, Gustavo Rafael se daba maña y se le animó...
-Dejalo, te lo arreglo yo
-Pero si vos nada que ver, yo pensé que me podías decir quien arregla estas cosas
-Por eso, dejalo, yo
-¿vos? ¿estás seguro?
-Dejalo
Así arregló su primer colchón. Se entusiasmó. Se le abrió un panorama que no imaginaba. Compró insumos, instrumentos de costura, parches, tela, resortes, etc. Dejó de atender los autos. No cumplía, quedaba mal parado ante sus viejos clientes, pero por contrario, se le empezó a llenar el taller de colchones de todo tipo. Al principio le resultaba increíble la cantidad de gente con necesidad de reparar colchones y somiers. Cuando vio que el tema seguía creciendo, se le despertó el músculo emprendedor. Había encontrado lo que siempre leía en el suplemento económico de la voz que otros encontraban: un nicho del mercado.
Precisamente, le estaba yendo muy bien. Al principio venían del barrio, o conocidos de conocidos. A los meses el "Sanatorio de las Camas" recibía una amplísima variedad de productos: de espuma de poliuretano, resortes o hasta de agua, con base rígida o boxspring. La clientela venía de los barrios más lejanos y pudientes y hasta de localidades cercanas.
Se le empezaba a dar: contrató gente, hizo cambios en el taller (Sanatorio de las Camas, de autos no quedaba nada), en la casa, en la familia, en los pechos de su mujer.
Más plata, un mejor pasar, vacaciones en el mar... al fin, después de toda una vida miserable estaba mejor. Se capacitaba por Internet, iba a cursos de marketing. Comenzó a presentarse como “especialista en el descanso ajeno”. Asesoraba, daba consejos para dormir, posturas, horarios, tipo de colchón según masa corporal y actividad probable. Al final, creía conocer más a sus clientes: “muéstrame donde duermes y te diré quién eres”, pensaba a menudo cuando llegaba a alguna conclusión sobre la actividad sexual o la postura de descanso, la relación de un matrimonio, o el período de menstruación de una mujer según los pliegues, zonas de mayor desgaste, manchas o rebote del colchón.
Y esto lo fue perdiendo.
El repentino éxito que iba cosechando, el talento y los conocimientos que iba desarrollando, pero sobre todo la extraña habilidad de determinar peculiaridades de sus clientes a partir de sus colchones, nublaron su mente.
La obsesión lo carcomía. Comenzó a seguir a la gente para comprobar sus hallazgos. Espiaba, se metía en casas ajenas, escuchaba conversaciones de alguna mujer, revolvía la basura. Siempre mantenía oculto este vicio que iba consumiendo su tiempo y su mente. Al final, terminó de la peor manera: tarde y sin vuelta atrás. Una alarma y el guardia de un barrio cerrado lo metieron en cana, un perito lo caratuló como psicópata obsesivo y la denuncia de una menor lo encerró por más de 25 años. Hoy cumple condena mientras remienda con historias y deducciones las colchonetas de tres pabellones.
4 comentarios:
Una pena. El colchón de Pintos tiene sangre vieja de gente incierta. Y Pintos quiere renovarse, aún siendo pobre a veces. Del parquet vuelve a la sangre, preguntando por Gustavo, cada vez más.
Pobre no. Desprolijo financiero.
pero honrado?
Si, si. Honrado por opción neurológica.
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