Luis Hidalgo Lanaro, hijo y nieto de herreros, soñaba con una oficina limpia y cinco corbatas semanales. Sabía que el camino era largo y el estigma lo perseguía. Cambió de apellido, de horarios, y de barrio. Luis Hidalgo aprendió estrategias y ademanes, abrió una cuenta en el roela y ejerció las más variadas formas del engaño. El éxito le inyectó el orgullo que la familia le había negado. Formó capital y montó una financiera que por la tarde era inmobiliaria y a la noche droguería. Contrató un tupido plantel de rubias tetonas. Tuvo socios, juicios y divorcios. Luego de años de aspirar poder de máxima pureza, largó todo y fundó su propia consultora. Hoy da charlas en compañías, universidades y municipalidades. Encabeza la lista de best seller y cada tanto tira unas fichas en el Conrad.
Algunas noches sueña terribles reproches del barrio, que luego olvida al despertar.
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